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Empresario hecho a sí mismo, creador de tendencias con más de 40 años de trayectoria, Javier de las Muelas forma parte de la historia viva de Barcelona. El éxito de sus locales míticos –Gimlet, Nick Havanna, Dry Martini, Speakeasy, Montesquiu…– elevaron su figura a referente mundial en el mundo de la coctelería. Durante la última década su impronta se ha extendido por otras ciudades españolas y por medio mundo de la mano de grandes firmas hoteleras. Recientemente ha recibido en Nueva Orleans el ‘Helen David Lifetime Achievement Award’, el máximo galardón mundial que reconoce su aportación a la cultura del bar, el cocktail y el servicio al cliente.

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“Los bares son iglesias e incluso catedrales. Lugares de meditación y recogimiento. Templos sagrados, con sus rituales, sus iconos y sus feligreses”.

A sus 64 años Javier de las Muelas lo ha sido todo en el mundo del bar y la coctelería. Y lo sigue siendo todo. Sus locales son siempre polo de atracción de la gente ‘guapa’ de las ciudades en las que está, por su carácter innovador, por avanzarse a la vanguardia, por su desbordante creatividad. Convencido de que la esencia de una ciudad se mide en gran parte por sus bares, de las Muelas ha querido dotar a cada una de sus propuestas de personalidad propia. Lo suyo es reinventarse continuamente para no perder la modernidad que siempre ha caracterizado cada una de sus propuestas. Ha tenido, eso sí, las mejores fuentes de inspiración: la música, la literatura, el cine, el teatro, la arquitectura, el diseño, los comics… Y sus amigos, que “además de grandes personas han sido y son brillantes profesionales de las disciplinas más variadas”.

Un chico de barrio

Hijo de inmigrantes –su padre de Cuenca y su madre de Lugo–, ya durante sus años de estudio en el colegio de monjas del barrio, desarrolló una sensibilidad especial por cuidar de los demás. Allí le hablaban de urbanidad, y él fue sin duda un alumno avanzado, siempre deseoso de ayudar en casa y en la comunidad.
Su padre, al que adoraba, era un gran maestro zapatero: hacía zapatos a medida. Y también sus libretas de cuero y sus patines, que quizás entonces no supo apreciar cómo debía. De él aprendió a valorar los pequeños detalles, el oficio, la búsqueda de la excelencia, la vocación de servicio y la humildad, que hoy son sus señas de identidad, parte de su genoma.
Nacido en Sant Andreu de Palomar –un barrio popular de Barcelona– su primer contacto con el mundo de la hostelería se remonta a sus visitas a la bodega del barrio, una suerte de bar en el que se vendía vino a granel y trozos de hielo para las neveras. Porque en aquel tiempo las neveras funcionaban con hielo. Amigo de los hijos del dueño, se pasaba largas horas en ese lugar mágico al que acudían algunos personajes que han quedado grabados para siempre en su memoria: el habilidoso mecánico que se vanagloriaba de convertir modestos 600 en coches de rallies o el ciego que mientras se tomaba un café le hablaba de ópera y zarzuela.

De médico a buscavidas

Hubo un tiempo en el que Javier quiso ser médico, aunque hoy ya no recuerda muy bien por qué. Estudio medicina en el Hospital Clínico e incluso trabajó durante dos años en el departamento de psiquiatría para mujeres. Pero a él –que siempre ha vivido con intensidad los días con sol y que, influido por las películas americanas, se imaginaba la universidad como un lugar de luz, lleno de verdes campus– aquella aula, con una sola bombilla, le pareció un lugar gris y triste. Quizás por eso se escapaba siempre que podía de oyente a la Escuela de Arquitectura, otra de sus pasiones.
En esa época Javier de las Muelas descubrió el ‘color de la vida’ a través de la literatura, el cine y sobre todo la música del momento: Janis Joplin, Jefferson Airplane, Jimi Hendrix, It’s a Beutiful Day, The Flock, Lou Reed, David Bowie… Y saboreó también el mundo underground de Barcelona. Tenía 18 años y en su grupo de amigos había músicos, guionistas, escritores…
Polifacético y de espíritu siempre inquieto, supo cómo ganarse la vida. Durante su etapa universitaria, conoció a Ocaña, Nazario, Mariscal, Montesol… y vendía sus comics en la parte alta de la ciudad. Trabajó para promotoras de conciertos de rock y junto a dos amigos creó una empresa dedicada a pegar carteles sobre la vida cultural y política del momento con teatros, conciertos y cines, entre otros, como clientes. Poco imaginaba entonces que su nombre iba a brillar con luz propia en la noche barcelonesa y que se iba a convertir en referente global como creador de experiencias únicas a través sus cócteles y sus ‘iglesias’.

Rosa Galende: Javier, ¿cuándo descubre que lo suyo son los bares?

Javier de las Muelas: Cuando abrí por primera vez la puerta de Boadas, la célebre coctelería de Barcelona. Nada más atravesar el escaloncito me di cuenta de que ese era un espacio mágico. Después del ajetreo de Las Ramblas, aquello era un remanso de paz. Allí el murmullo de las conversaciones y el tintineo de los cubitos de hielo se convertían en música. Detrás de la barra oficiaba María Dolores Boadas, una mujer maravillosa.

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“Me gusta crear experiencias únicas, mezclando tradición, elegancia, innovación y creatividad inteligente”.

Y decide abrir su primer bar, el Gimlet, en la zona del Born, crisol de culturas de Barcelona.

En ese momento fue un concepto rompedor, porque había muy pocos bares de cócteles en España. En Barcelona estaban Dry Martini –que había abierto en el 78–, Boadas –que llevaba mucho tiempo–, Ideal y algún bar de hotel.
Aunque he sido muy moderno, por mi formación clásica, siempre tuve claro que quería un bar de cócteles vanguardista pero elegante: chaquetilla blanca con cuello mao y botones dorados para los barmans. Inauguramos el 31 de diciembre del 1979, sin taburetes, ni tarima, ni extracción de humos, con una coctelera que se atascaba… No teníamos experiencia previa, pero funcionó.

El nombre y la música suelen decir mucho de un local…

Gimlet es un cóctel sencillo, que no simple. Era el favorito de Philip Marlowe, el detective creado por Raymond Chandler al que Humphrey Bogart dio vida en la gran pantalla en el film “El sueño eterno”. Todo eso me recordaba la América de los años veinte, la Ley Seca… Una época que viví a través de la literatura y el cine.
En cuanto a la música, soy una persona muy variada en mis gustos. Allí lo mismo poníamos música de Raphael, Camilo Sesto o Julio Iglesias, que la movida madrileña –Radio Futura, Mecano, Paraiso…–, que los grupos americanos –Devo, Pretenders, Bruce Springsteen…–, e incluso ópera.

El local pronto se convirtió en lugar de encuentro para los jóvenes barceloneses.

El público que por allí iba era muy diverso: Javier Mariscal, Miguel Barceló, Enrique Vidal Matas, Eduardo Mendoza, Gato Pérez, el político Eduardo Martin Toval… Era un mundo maravilloso en el que todo estaba por hacer. Allí se juntaba gente que iba impecable con su corbata, con los trúhanes del barrio.

Poco después abre el Gimlet de la calle Santaló, un local más sofisticado, pero también muy rompedor. Y el Nick Havanna, que marcó toda una época…

El Nick Havanna ha sido el gran proyecto de mi vida. Lo abrí en 1985, poco después de casarme, con la ayuda de mi mujer, en el espacio de una antigua imprenta litográfica. Como no tenía dinero para afrontar el proyecto, lo que hice fue buscar socios, pero conservando la mayoría, que es algo que marca la diferencia. Porque los proyectos tienen que tener alguien que los mande. Tuve como 40 socios, desde la gente de El Tricicle, el director de cine José Salgot, Gay Mercader, el jugador de tenis Antonio Muñoz, Marcel Montlleó y Ricardo López que era el propietario de Pilma, etc. El diseño interior de Eduard Samsó era espectacular, con su cúpula central. Ya entonces puse un cocinero de sushi, que es otra de mis pasiones. Los camareros iban bien uniformados con sus charreteras. Las chicas de negro con pantalones; los chicos también de negro con falda larga. En la entrada había una chica con un abrigo rojo, en plan hostess, dando la bienvenida a los clientes. El local pronto se convirtió en lugar de referencia. Toda la movida cultural de la ciudad pasaba por allí. Más que un local de copas era un centro de actividades en el que continuamente pasaban cosas. Lo vendí en 2003 porque había pasado su momento.

Con Nick Havanna deja de ser barman para convertirse en empresario…

Sí, dejé de trabajar en la barra y empecé mi carrera más empresarial. La inauguración fue en diciembre de 1986 y me abrió, entre otras, las puertas del nuevo parque de atracciones Tibidabo. Allí viví como responsable de gastronomía y patrocinios una época singular y única de la que fui espectador privilegiado compartiendo momentos con el controvertido Javier de la Rosa y todo lo que conllevó. Fueron 4 años apasionantes en los que disfruté mucho.
También Oriol Regás me ofreció continuar su obra al frente del Up & Down –otro de los pilares de la noche barcelonesa– y Tropical. Le dije que no. Porque a veces hay que saber decir “No”. El negocio era extraordinario, pero detrás había deudas y unos costes que lo hacían inviable.

Y entonces llega Dry Martini, un local siempre de referencia en la noche barcelonesa.

La “mise en place” del Dry Martini es un altar de 3 metros. Todas las botellas que se ven son de ginebra y vermuth seco para oficiar el Dry Martini. Un día me atreví a hablar con el propietario, Pedro Carbonell, que estaba en su despacho, que ahora es el comedor privado del Speakeasy. Y le dije: “Yo valoro mucho lo que usted ha hecho en este local. Y, dado que no tiene hijos, si un día se quiere retirar me gustaría que pensara en mí, si usted considera que puedo ser un digno sucesor de su obra”. Y al cabo de un año Benito –el barman que hoy sigue trabajado conmigo– me dijo: “El señor Carbonell quiere hablar contigo”. Y me dijo: “Lo que me comentaste hace un tiempo, ahora es el momento de hacerlo. Creo que tú puedes llevar este local más lejos de lo que lo he llevado yo”. Y así fue como en 1994 compré ese local emblemático. El día de la firma, en la notaría de mi buen amigo Bartolo Masoliver, lo celebramos brindando con sendos martinis.

RC_4380Era una mañana lluviosa de primavera, pero los martinis fueron muy secos.

Por esas fechas quise volver a estudiar. Quería hacer derecho, pero un buen amigo mío me dijo: “A ti que te gusta tanto el mundo de los negocios, del turismo, del marketing… ¿por qué no vas a una escuela de negocios?”. Y así fue como cursé un PADE en el IESE. Eso me sirvió para complementar una idea que tenía, que era llevar el Dry Martini a otros países. Para ello necesitaba fortalecer y modernizar la marca.

¿Cómo cambió el Dry Martini bajó su dirección?

A mí siempre me ha gustado ir contracorriente. He sido muy inquieto y he tenido mucha imaginación. No sé si buena intuición o inconsciencia, pero veía que tenía que introducir cambios, porque el Dry Martini era muy masculino.
Poco a poco fui cambiando el ambiente del local a través de pequeños detalles: abrí las cortinas que visten la puerta de entrada, cambie el jazz por música electrónica… Algunos clientes crearon una comisión para ver qué quería hacer con “su bar”, pero poco a poco se fueron adaptando. Esos cambios trajeron a un público más diverso (mujeres y jóvenes), lo que le dio nueva vida al local. Entonces empecé a revalorar la marca. Dry Martini está reconocido internacionalmente como uno de los diez mejores bares del mundo según Tyler Brûlè, periodista y editor fundador de las prestigiosas revistas Wallpaper y Monocle, y durante 7 años permaneció en la lista de los 50’s World Best Bars. La revista Newsweek publicó un reportaje situándolo como unos de los bares referentes en el mundo. Tanto al público local como a los turistas les entusiasma.

¿Cómo ha sido la internacionalización del Dry Martini?

Mi idea era abrir en otras ciudades españolas o del mundo de la mano de grandes cadenas hoteleras y lo conseguí de la mano de Meliá, Four Seasons, Conrad Hilton, Marriott y Eurostars, que nos han llevado a Madrid, San Sebastián, Palma de Mallorca, Córdoba, Toledo, Granada… Así como a grandes ciudades del mundo como Berlín, Sorrento en Nápoles, Londres, Munich, Río de Janeiro, Praga, Lisboa, Bruselas, Hangzhou… y países como Singapur, Bali, etc. Todo esto es gracias a mi equipo, porque una idea sin un equipo que ayude a ejecutarla no es nada.

Paralelamente, se lanzó al mundo de la gastronomía con la apertura de Casa Fernández, la compra de Montesquiu y el Speakeasy.

Gastronomía es comer y beber. Casa Fernández cumple 30 años y fue un concepto rompedor alrededor del mundo de las tapas y medias raciones, y con Montesquiu fue recuperar un local que tenía más de cincuenta años alrededor de cerveza y tapas.
Un día se me ocurrió hacer maridajes entre platos y cócteles. Así creé el Speakeasy, que rinde homenaje a una época, la de la Ley Seca, creando una experiencia singular. El restaurante está ‘escondido’ en el antiguo almacén del Dry Martini.
Me gusta la reinvención continua. Por eso en 2011 creé The Academy, el espacio donde trabajo con mi equipo en nuevas ideas. Inicialmente en los proyectos me gusta que todo pase por mí primero, después reparto y delego. Me gusta cuidar los detalles. Me interesa el control de las formas y del fondo. Tengo mi estilo.

“Hoy mucha gente no sale de casa, porque en ella tiene todo lo que necesita. Ya no vamos al restaurante o al bar, sino que pedimos que nos traigan a casa el producto. Nos estamos volviendo asociales o antisociales”.

¿Cuáles han sido sus últimos proyectos?

He colaborado con numerosas marcas de gran consumo, que buscan innovación y modernidad. Eso me ha permitido aprender de gente que es realmente muy buena. Colaboramos con el equipo de Suntory Orangina en la elaboración de las primeras aguas tónicas Premium. También colaboro con Mahou-San Miguel, con Frit Ravich, Bacardí Martini, Lavazza, Freixenet, American Express…
Y hemos creado los Droplets, esas gotitas de contenido 100% natural sin alcohol que enriquecen los cocteles.
En la actualidad estoy colaborando con Ferrán Adrià –gran visionario– con su Bullipedia y con el Grupo Planeta, entre otros proyectos, en el máster en “Dirección de empresas de food & beverage” organizado por Ostelea.
Estoy escribiendo un libro “la cultura del servicio”, en el que hablo de compañías aéreas, entidades bancarias, despachos jurídicos, aeropuertos, centros sanitarios…
Desde mi plataforma privilegiada me permite visualizar oportunidades y colaborar en proyectos visionarios y de estrategia como que el estoy realizando para AECOC y para dos grandes entidades, una bancaria y otra, una compañía de comunicación y audiovisuales.

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“Para que funcionen, los proyectos tienen que tener alguien que mande”.

“Me gusta escuchar. Cuando trabajas en la barra desarrollas un instinto, que te permite entender a la gente”.

¿Cómo entiende usted el servicio al cliente?

Al final, o al principio, el servicio es lo que diferencia a las empresas. Porque el conocimiento está al alcance de cualquiera en internet. Yo creo mucho en los pequeños grandes detalles, en la educación, en las formas. Creo en la sencillez, la humildad, e intento sembrar. Que la gente vea en mí lo que predico. La excelencia es un bien inalcanzable en su totalidad, pero sin exigencia no se avanza. No hay mejor conversación que el ejemplo. Soy muy autoexigente.

El éxito le ha acompañado a lo largo de toda su trayectoria. ¿Qué es para usted el éxito?

No creo ni en el éxito ni en la fama. De verdad. Eso es lo que me gusta, entre otras cosas, de Ferran Adrià, que es una persona que ha dejado el ego de lado y que se dedica a trabajar para dejar un legado al alcance de todos desde la inteligencia y la generosidad. Y yo estoy en el mismo proceso. El ego no sirve para nada. Lo importante es el equipo. Y yo tengo un equipo maravilloso.

¿Qué es lo que más le gusta de su trabajo?

Lo más importante de mi trabajo es poder intervenir para bien en la vida de las personas. Hay muchos bares ‘especiales’ que no son lujosos ni famosos. Para mí un gran bar puede ser la tasquita del barrio o el bar de un pueblo. Me gustan los bares porque son platós cinematográficos para que la gente pueda vivirlos. A los bares vamos con los amigos, con nuestros compañeros, con nuestras parejas… Elegir el bar para cada ocasión es importante. Los bares forman parte de la vida de las personas. En una ocasión se me acercó un hombre en un restaurante y me dijo: “¿Eres Javier de las Muelas? Pues que sepas que formas parte de la vida de muchas personas en esta ciudad. Formas parte de mi vida porque conocí a mi mujer en Nick Havanna”. Eso es lo que me satisface. Yo siempre digo, con todo el respeto, que para mí los bares son iglesias, lugares de comunión, de compartir, de conversar… y no solo espacios donde comer o beber.

¿Qué espera del futuro?

Me gustaría tener detrás buenos socios empresariales de los que aprender y den soporte a todas las ideas que tengo, que son muchas. Porque al final, el asociarte y compartir, te permite generar un mayor impacto cualitativo y cuantitativo.

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ROSA GALENDE
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